Los autores de Cuentos reales , Silvia Hopenhayn yJorge Menéndez
Posted by LA ARGENTINIDAD ...AL PALO en septiembre 10, 2006
Posted by LA ARGENTINIDAD ...AL PALO en septiembre 10, 2006
Esto me ocurría sólo cuando me topaba con personas relacionadas con mi infancia. En cambio, si el encuentro se daba con alguien más cercano, enseguida tocábamos el tema de la actualidad y la depresión nos abarcaba por completo. El país, la crisis, la pérdida de valores, el desencanto. También estaban aquellos que apenas conocía y aprovechaban esa distancia para descargar algún malestar sobre mis espaldas; dado que siempre se trataba de eso: el desquite casual de algún pesar. Rara vez salía risueño de esos cruces eventuales, más bien me sumía en una incertidumbre que me llevaba a desconfiar de las amistades que había entablado a lo largo de mi vida. […]
El llamado de Bernardo fue distinto. Me sorprendió como una brusca corriente de aire que se infiltra por no sé qué ventana abierta de mi vida. El sonido del teléfono provoca un sobresalto de otra naturaleza. Es un mediador del azar. Si alguien llama es porque hay una voluntad de encuentro. Ya no se trata de una disposición arbitraria en el mapa de la ciudad de dos seres que se cruzan por mera intersección de sus itinerarios, donde ninguno puede anticipar la situación que los ha juntado. En tal caso, no hay evitación posible. Es un deber saludarse, contar alguna anécdota y escapar cuanto antes. No surge de un interés previo, ni de las ganas de verse. Además es común que uno se lleve estampado en el rostro un gesto un tanto tieso, producto del encuentro forzoso. Quizá una sonrisa estática o las cejas indebidamente levantadas por un rato.
Bernardo me llamaba por un motivo especial. Era un domingo apacible, y yo me levanté antes que Elvira. Me gustó prepararme el desayuno sin tener que hablar con ella.
El sol brillaba de tal modo que una luz suave se filtraba por el living, renovando los colores terracotas de los sillones y destacando las zonas más apagadas de los cuadros. Llegué a distinguir un hombrecito verde agazapado en el fondo de un óleo de Alfredo Prior. Aproveché mi soledad matutina y ese rayo de sol para leerle a Rómulo una historia. Esta vez no intentaría volcarle ninguna que fuese familiar, ni inculcarle antiguos mitos o episodios del pasado argentino. Me pareció oportuno comenzar La isla del tesoro . Mi hijo se dispuso a escucharme con renovado interés. Yo le pasé un brazo para tomarle el hombro mientras entonaba el relato.
Ya había pasado la página veinte, y comprobé que Rómulo se había dormido por el sobresalto que dio al escuchar el sonido del teléfono. Por suerte no se despertó del todo. Lo recosté en el sillón y levanté el tubo sin resquemores, amparado en la tibieza del día.
Bernardo me llamaba para que lo acompañase a visitar a su padre enfermo.
«¿Yo?», le pregunté algo extrañado. ¿Por qué yo?, pensé.
Como si adivinara mi desconcierto, aclaró: «Mi viejo siempre te apreció, decía que eras una persona loable».
Acepté la invitación seducido por su forma de calificarme. La palabra «loable» me sorprendió aún más que su llamado. ¿Acaso mi mirada extraviada en destinos ajenos me daría el aspecto de loable?
Bernardo también tenía un hermano muerto. Ambos formábamos una ojiva, donde cada uno de nosotros éramos el arco, unidos con el muerto en los extremos. Esa convivencia fantasmal nos permitía encontrarnos en cualquier momento de la vida, sin necesidad de renovar nuestro vínculo. Por eso, siempre que nos veíamos, nos relacionábamos desde un mismo espacio hueco, donde cada uno se movía a su manera. El era más inquieto; se adelantaba como si buscase una respuesta antes de que las cosas ocurriesen. Sobre todo con las mujeres. Estaba vigilante. No podía dejar de indagar en sus miradas, la forma en que era visto. Al igual que yo, Bernardo escuchaba más de lo que hablaba. Mientras la mujer que tuviese enfrente se dirigiese a él, podía aguardar el momento oportuno para devolverle una palabra que lo ubicase dentro de ella en un sitio privilegiado. Bernardo convalidaba una relación cuando lograba darles sentido a sus palabras en la mirada del otro.
Una vez me contó que de niño andaba detrás de su madre diciéndole: «¿Me escuchás?, ¿me ves?» Y si ella le hablaba mirando hacia otro lado, poniéndose un abrigo o lavando los platos, él se le arrimaba queriendo saber hacia dónde apuntaban sus ojos y dónde se hallaba su mirada. «Nunca sabía qué estaba mirando…», me había dicho.
Yo, en cambio, solía huirle a esa sospecha. Mi pasividad se correspondía con la duda, más que con la resignación. «¿Me ve o no me ve?», «¿estoy o no estoy?» A veces mi madre parecía estrábica. Cuando se dirigía a mí, comenzaba mirándome, y al cabo de unas frases, su concentración se atenuaba, y entonces aparecía esa segunda mirada…
Como duplicado de un original extraviado, Bernardo y yo sobrevivíamos en la siguiente paradoja: éramos un resto, con un valor en menos, porque no estaba el otro, el muerto, y nuestras madres nos miraban ratificando su ausencia. En un mismo tiempo, valíamos de más, precisamente porque nosotros estábamos y los muertos no. ¿De allí provendría esa forma obsesiva que teníamos con Bernardo de buscarnos en las mujeres?
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