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Por Pepe Eliaschev :La frivolidad oportunista

Posted by LA ARGENTINIDAD ...AL PALO en septiembre 12, 2006

A propósito de «genocidio»

Despojados de la potencia enunciativa que tienen las palabras, vivimos en medio de la retórica, cada vez más exentos de elocuencia fehaciente. Se describen acontecimientos adjudicándoles magnitudes sin ninguna coherencia

Pepe Eliaschef

 

 

 

 

 

 

 

El vacío de las palabras: he aquí un problema grave. Despojados de la potencia enunciativa que tienen, vivimos en medio de la retórica, cada vez más exentos de elocuencia fehaciente.

La reciente anulación de indultos presidenciales que otro gobierno justicialista había promulgado en 1989 y 1990 recreó ese recalentado aire de reproches históricos a los que es tan afecta la sociedad argentina.

La cancelación de la impunidad es, en principio, importante y bienvenida. Admitirla, y convivir con ella, envenena y desahucia. Pero manipular torvamente estos gestos justicieros para transformarlos en bypass ideológico revela el cinismo de la época y la desaprensión oportunista de quienes hurgan en el pasado sólo para resignificar su presente.

Rasgo recurrente: se describen acontecimientos de la historia adjudicándoles unas magnitudes que suelen no guardar coherencia con los hechos. O, peor, se los equipara, aplastando precisiones que traicionan la verdadera identidad de los hechos, apelando a palabras que corresponden a sentidos diferentes.

Así, “genocidio” vale para matanza. En la Argentina, por ejemplo, el gobierno peronista de 1975 decretó el exterminio de los guerrilleros del ERP en Tucumán. Al producirse la llegada de los militares al poder, ya había más de 900 desaparecidos en la Argentina. Ni esos crímenes, ni los millares que siguieron a partir de 1976, configuraron nunca un “genocidio”, concepto nada baladí que alude a la eliminación sistemática de un vasto conjunto humano con aspectos étnicos, religiosos o nacionales en común.

Aquel gobierno militar produjo, sí, una matanza, provocada al margen de la ley y en desprecio puntual por elementales normas de civilización, en combate ciego contra fuerzas revolucionarias que habían luchado contra un régimen de facto hasta mayo de 1973 y que a partir de ese momento operaron al margen de la ley, usando la violencia contra autoridades constitucionales legítimamente electas.

En otras latitudes, ¿fue, acaso, un “genocidio” el resultado sufrido por el Líbano tras la guerra de cinco semanas que interrumpió el alto el fuego del 14 de agosto? Eso es lo que dice el islamismo fundamentalista en todo el mundo y repiten sus correveidiles criollos.

El horror de lo acontecido es hoy conocido hasta el detalle, pero precisamente porque sus dimensiones verdaderas son precisas, es más urgente que nunca llamar las cosas por su nombre.

Israel sufrió la muerte de 116 soldados de sus fuerzas de defensa y además las de 43 civiles.

Líbano tuvo 1.109 muertos, más 28 soldados que no cayeron en hostilidades militares. No hay figuras confiables de las bajas de Hezbollah, pero autoridades castrenses israelíes estiman en unos 530 los milicianos caídos, mientras que el grupo chiíta Amal reconoce 55 caídos.

Con 2.993 muertos identificados y 24 aún no reconocidos, más los 19 terroristas que pilotearon los aviones convertidos en proyectiles contra las Torres Gemelas, ¿las 3.019 muertes del 11 de septiembre de 2001 equivalen a un “genocidio”?

Desde luego que no, como tampoco lo es el reciente conflicto escenificado en el sur del Líbano y en el norte de Israel, donde el número de fatalidades no alcanzó a los 2.000. Sin embargo, se habló de “genocidio”.

No es un debate estéril. La palabra genocidio arma escenarios sin retorno, predetermina respuestas.

En la brutal y sanguinaria guerra civil que en los años 90 libraron en Argelia el ejército y las formaciones especiales del islamismo armado, perdieron la vida en una serie interminable de matanzas indecibles más de 200.000 personas. Pero ante tamaña carnicería en ese país árabe y musulmán, quienes hoy hablan del “genocidio” perpetrado por los israelíes no parecieron darse por enterados, como tampoco se notificaron de las muertes seriales de poblaciones inermes en el Darfur sudanés y en tantos otros oscuros rincones del planeta, agredidos por el fundamentalismo.

Esta semana se supo que el presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, ordenó que los docentes liberales y laicos de las universidades de ese país fueran expulsados de las aulas. Les pidió a los estudiantes que organizaran campañas para exigir que los profesores “liberales” fueran echados.

Después de la revolución de 1979, Irán se convirtió en una república islámica, y a partir de ese momento centenares de profesores y estudiantes fueron expulsados.

“Los estudiantes deben alzarse contra los pensamientos y la economía liberales”, dictaminó Ahmadinejad. El año pasado, un ayatolá fue designado rector de la Universidad de Teherán. El presidente iraní ya anunció medidas para prohibir películas occidentales que el régimen caracterice como “feministas, laicas y liberales”.

Hugo Chávez rebautizó a Venezuela como República Bolivariana. Hace pocas semanas, anudó un pacto explícito con Ahmadinejad. Así, bolivarianos e islámicos dicen sostener los mismos valores y patrocinan similares objetivos.

En la Argentina, la subordinación ideológica a Chávez pasa inadvertida de modo casi total. El febril caudillo caribeño funciona, así, como un Luis D’Elía de los temas internacionales: con su silencio, el presidente Kirchner presta anuencia a las desmesuras del venezolano, que luego de haber ingresado al Mercosur patrocina alianzas y coincidencias que países como Brasil y Uruguay no convalidan.

La cancelación de los indultos peronistas de 1989-1990 es jurídicamente materia opinable, pero funciona como expresión política atendible de una necesidad de revertir episodios de impunidad.

Cuando Raúl Alfonsín tuvo que irse antes de tiempo de la Casa Rosada para que asumiera Carlos Menem, en julio de 1989, cumplían condenas judiciales 289 personas, incluidas todas las que integraron las juntas militares del régimen. Si esos 289 condenados no hubiesen sido indultados, otra sería la sensación de impunidad que luego padeció la Argentina.

Por eso, hablar del “genocidio” de aquellos años, ahora que se des-indulta a achacosos octogenarios, es una manera ingeniosa de servirse de las palabras para intervenir aviesamente sobre el presente.

Noble y legítimo sentimiento el de establecer la verdad y administrar justicia donde corresponda, pero también nueva y fornida exhibición de frivolidad oportunista.

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