Cinco empresarios jóvenes y exitosos dicen que la última crisis fue su oportunidad para crecer. Y cuentan cómo se hace fortuna hoy por hoy.

Juan Craveri, un ejecutivo que usa zapatillas:corre maratones e invierte en biotecnología.
Gordo, quiero aprender cómo se arma una gran empresa.» El Gordo era Gustavo Grobocopatel. El que tenía el sueño del gran empresario era Oscar Alvarado. Ambos habían sido compañeros de la Facultad de Agronomía de la UBA. Y aunque practicaban diferentes credos (el chiste era que uno era el rabino, el otro el cura), ambos compartían la pasión por el campo como una religión. Venían de familias con pequeñas explotaciones rurales. No tenían idea entonces del protagonismo que los dos iban a alcanzar. Este diálogo ocurrió hace más de 20 años, cuando en la Argentina recién se empezaba a instalar la democracia
y ellos se iniciaban en política universitaria. Hoy, los dos son socios y competidores al mismo tiempo y se convirtieron en los mayores actores del negocio agropecuario, uno de los sectores más dinámicos de la economía.
Jorge Forteza, de la Universidad de San Andrés, dice que empresas como las de Grobocopatel y Alvarado son «multinacionales de bolsillo»: es decir, firmas nuevas que lograron ramificarse al extranjero, pero aún no ingresaron al club de las grandes corporaciones. Sin embargo, son excepcionales porque cambiaron el modelo de explotación del campo: rompieron las tranqueras.
Esto es: siembran y cosechan en tierras arrendadas, con la ayuda de una enorme red de prestadores de servicios y una sofisticación tecnológica envidiable. Pero Grobocopatel y Alvarado no son los únicos innovadores. Pertenecen a una generación de empresarios que creció sin inflación en los ’90, se tecnificó, aprendió del mundo, y después de la crisis consiguió expandirse con más fuerza. Transformaron radicalmente el negocio que tenían sus padres y en la crisis pilotearon la tormenta, porque tenían barcos que se manejan con una filosofía diferente a la de sus progenitores: trabajo en equipo versus la figura verticalista típica del fundador de una empresa, y democratización del conocimiento.
Pía Astori y Juan Craveri también son parte de esta camada. Ambos heredaron empresas muy paternalistas, y no sólo abrieron el juego de la dirección de sus negocios: invirtieron en teconología hasta alcanzar una sofisticación que jamás hubieran concebido sus predecesores. Astori, que recibió dos empresas a los 23 años, construyó en 83 días el estadio de Parque Roca, donde se jugó la Copa Davis. Craveri, un corredor de maratones, usa su laboratorio para romper las fronteras de la imaginación: allí reproduce tejidos humanos, y quizás un día logre fabricar órganos enteros.
Gonzalo Berra, el quinto en cuestión, no heredó una empresa, sino que la inventó de la nada. Empezó compartiendo una oficinita, para terminar vendiendo su empresa a una multinacional. Hoy, tiene el 35 por ciento del mercado de serviciosatelital de Internet del país.
LA EMPRESA DEL CONOCIMIENTO
En Carlos Casares, nadie había visto nunca flamencos. Estas aves rosas de vuelo torpe aterrizaron el año en que el pueblo se inundó. La creencia popular era que en el suelo cubierto por agua no se podía sembrar. Pero Gustavo Grobocopatel (45) estaba convencido de que eso era un mito. Después de todo, estaba en la cátedra de manejo y conservación de suelos en la Facultad de Agronomía de la UBA y sabía que la salinidad de la tierra no afectaba el rinde de los cultivos. Así fue como arrancó alquilando campos: sembraba girasol y los devolvía con pasturas para el ganado. Hoy, su empresa siembra 150 mil hectáreas
en la Argentina, Uruguay y Paraguay. De esa superficie, sólo el 10 por ciento pertenece a su compañía. Pero él asegura que aun sin una hectárea propia, podría trabajar. «El tema no es la propiedad de la tierra sino el conocimiento», dice.
Los flamencos siguen en Carlos Casares, pero aquella inundación dejó lecciones que hoy se ven en el pueblo. Llegando al kilómetro 309 de la ruta 5, sobresalen dos estructuras metálicas, que bien podrían confundirse con silos. Pero las apariencias engañan: en una hay un auditorio ultramoderno; en la otra una central informática, desde la que se puede administrar cada centímetro de tierra que Grobo cultiva.
Grobocopatel trabaja en áreas antes consideradas marginales, y hace de la rotación de cultivos el método para conservar los suelos de la erosión que causa el monocultivo, un credo. Ahora, al igual que Alvarado y otros productores, Grobocopatel está probando nuevos métodos para intercalar cultivos, a la que él llama «nueva arquitectura del campo» y otros denominan intersiembra. Esto para poderle sacar más frutos a la tierra y al mismo tiempo enriquecerla. Al hacerlo, desafía una noción milenaria: ¿no era que hay que levantar una cosecha para sembrar otra?
COMO TRIPLICAR UNA HERENCIA
«Una de las cosas más importantes que me enseñó mi padre es detectar en una conversación qué tipo de personas tenés enfrente. Eso fue fundamental para armar el equipo de trabajo.» Lo dice Pía Astori, cordobesa y de 40 años. Figura baja, pelo largo, hijos adolescentes. Ahora ya no se acuerda cuán difícil le resultaba correr la cuadra que separa a la empresa de su casa para darle la teta a sus bebés, y regresar a todo vapor a la oficina. Tenía 23 años cuando murió su padre, Piero, y ella se hizo cargo de dos empresas: Palmar y Astori Estructuras, uno de los líderes en el país en construcciones premoldeadas. Ella tuvo
una educación empresaria en su casa, porque cada almuerzo era un encuentro de trabajo. Pero de ahí a ocupar de sopetón el puesto número uno del negocio, era otra cosa. Aun en la nebulosa, consiguió impregnarle «optimismo y fuerza» a sus compañías, democratizando el proceso de toma de decisiones, armándose de un management óptimo. Pasaron 17 años desde que se calzó el traje de ejecutiva, período en el que triplicó el tamaño de sus negocios. «Los desafíos me encantan; la rutina me aburre», dice sobre la veloz construcción del estadio de Parque Roca, y cuenta que así levantó 100 escuelas en seis meses.
Ella dice que sus empresas no dependen de los contratos del Estado sino de que le vaya bien a la economía. Y asegura que con tamaño training en crisis abruptas, un empresario nacional de su generación haría roncha en economías más estables. «En Europa o EE.UU. seríamos Gardel», dice riendo.
EL FUTURO YA LLEGO
Es una escena extraña. De un lado del pasillo hay una ventana, por la que se ve una señora colgando la ropa en la terraza. Del otro lado del pasillo, hay otra ventana; detrás se ve a una persona vestida con un traje totalmente esterilizado, cultivando mioblastos: células del corazón capaces de crecer en la parte que queda necrosada después de un infarto. El abuelo de Juan Craveri (38), un bioquímico piamontés que creó esta empresa, no podría creer en qué se transformó la compañía que ayer nomás se especializaba en desinfectantes. Hoy hace punta en bioingeniería, una ciencia nueva.
Craveri es un tipo que habla a mil por hora. Dice que ni él se entiende cuando escucha su voz grabada. Y esto es porque es un tipo que vive corriendo: acaba de participar en una competencia en Hawaii, llamada Ultraman Endurance, en la que se recorrieron 515 kilómetros a nado, en bici y a pie, en tres días. Aguantar, resistir, desafiar los límites: lo que hace con su cuerpo, Craveri lo aplica a su empresa. El se hizo cargo de la compañía en el ’93, a los 25 años, y tuvo que profesionalizarse a la fuerza. Una década atrás, comenzó a invertir en bioingeniería. Pero sus investigaciones avanzan más rápido que la legislación sobre el tema, y por eso aún no pudo lanzar al mercado sus nuevos productos. En su laboratorio se pueden hacer crecer 2 metros de piel a partir de una muestra del tamaño de una estampilla. «El espíritu deportivo lo aplico a todo, sobre todo a la empresa», concluye.
SIETE SIGLOS IGUAL
«No heredamos la tierra de nuestros padres. La tomamos prestada de nuestros hijos», dice convencido Oscar Alvarado (45). El primer representante de su familia llegó a América junto al conquistador del Perú, Francisco Pizarro. «Era un turro», reconoce abiertamente. Pero en su prosapia también hubo de los buenos, como uno de los siete generales del ejército de San Martín.
Alvarado no sólo quiere redimirse con la sociedad por la parte nefasta de su familia, sino que quiere garantizar el futuro del linaje con una empresa que dure 700 años. «Acá se trabaja con alegría», dice al definir a la empresa como un «sueño compartido». Dice que ese sueño puede ser cualquier sueño, siempre que se mantengan los valores económicos y éticos que hacen
converger a las personas. Por eso no importa dónde esté el negocio. Esa es una de las razones por las que su empresa –El Tejar, que es la unión de un grupo de familias de origen ganadero– no tiene ni un solo activo. Esto es: no tiene tierras, ni acopios, ni maquinaria. Su fuerte es el capital humano. La compañía es una sumatoria de contratos, voluntades y pasiones. Hoy está en la soja. Mañana, puede estar en cualquier otra actividad. Opera en Argentina, Bolivia, Paraguay, Brasil y Uruguay; en total siembra 180 mil hectáreas y factura 72 millones de dólares al año. El secreto, dice, es «la energía creativa del grupo».
COMO CRECER ONLINE
«Nosotros somos los hijos de los ’70 –dice Gonzalo Berra, de 37 años–. Crecimos en un tiroteo con el que no teníamos nada que ver. Esa era una generación egoísta que quiso explicarle a sus padres a los gritos cómo era el mundo. Nuestra generación no tiene grandes líderes, pero tampoco grita. Ejercitamos la tolerancia y el respeto a lo distinto. Y eso lo ves en los negocios.»
No es raro que Berra hable de política y negocios al mismo tiempo. El construyó la primera página de la UCR, y se aventuró en su primera empresa cuando se desencantó de Fernando de la Rúa. Así, con un par de amigos, armó una compañía proveedora de servicios de Internet.
La avidez por el acceso a la Red era tan grande, que aun los que se lanzaban a la pileta desde un sucucho tenían chances. A Berra le fue muy bien, y terminó vendiéndole la compañía a una multinacional francesa poco antes de la devaluación, lo cual fue un negocio redondo. Pero no abandonó el barco: viajó para convencer a los nuevos accionistas de que una crisis era la oportunidad de crecer. «Les dije lo que aprendí en la UBA: que cuando un ciclo económico está en alza hay que hacer caja, y si la economía está en recesión tenés que ganar mercado… Y pusieron dos palos verdes más.»
Hoy, capitanea Servicio Satelital, una compañía que lleva Internet a sitios recónditos como Plaza de Mulas, ahí nomás de la cima del Aconcagua. Típico exponente de su generación, optó por volar alto.