
Primera entrega de una serie que, con textos de Roberto Guareschi y fotografías de Diego Goldberg, husmea en los recovecos del ejercicio del liderazgo. LNR se sumerge en el círculo íntimo de personas de diversos ámbitos que tienen la responsabilidad de la conducción, y los observa desplegar herramientas que no suelen estar a la vista del público. Aquí, la líder de la Coalición Cívica
La puerta que da al comedor diario se abre. Un rayo de sol me da en la cara y un segundo después Lilita se interpone y queda recortada en la luz. Avanzo encandilado para saludarla. “Así debe ser la aparición de una santa”, pienso y sonrío para adentro, estoy conciente de que mi cara está desnuda en la luz. Veo su pelo recogido, finito, atravesado por el sol, su silueta romboide, intuyo sus calzas y sus ojotas. La voz sonora de Lilita dice mi apellido con un tono de sorpresa pero es una manera de saludar. Me detengo a mitad de camino porque no veo dónde piso. Ella ya está frente a mí. Traía una mano alzada como para abrazarme; menos mal que yo no correspondo porque Lilita está quieta, cabeza alzada, la mejilla lista para un beso y su mano apenas toca mi hombro para mantener la distancia.
Las apariciones no abrazan, que yo sepa. ¿Los líderes? He conocido a algunos, he oído hablar de muchos: salvo por protocolo, los líderes tampoco abrazan; a veces se dejan abrazar.
Ahora con la luz en la espalda, Lilita va arrastrando las ojotas camino al sillón principal en el living de su casa. Las persianas están bajas como en las casas de provincia en verano. De afuera sólo llega un rumor de autos –es la avenida Santa Fe–.
Líder en chancletas, gorda, una líder rara aun para la Argentina, país de mujeres poderosas: Evita, las Madres de Plaza de Mayo.
–¿Lilita, va a tomar algo? –es Cristina de los Hoyos, su secretaria–.
Lilita quiere un té y jamón. El periodista no quiere nada.
Ella es el centro de cualquier universo en el que se instale. Pero en su universo íntimo, su centro es un espacio doble: su living y su cama. En ambos recibe, estudia, diserta, predica, medita, reza, a veces escucha a otros.
La cama como un centro social es algo femenino, propio de princesas y de mujeres acomodadas del interior. La princesa está instalada inmóvil como el sol, los demás la rodean y la sirven. El sillón de tres cuerpos en el living también facilita la conducción radial de Lilita. Aquí ha instrumentado sus complicadas jugadas tácticas de 2007: su controvertida alianza con Telerman (a quien había condenado como aliado de De Vido), las idas y venidas de su candidatura y el armado de su Coalición Cívica.
Es la cuarta entrevista y la última que tenemos para este retrato elaborado a lo largo de varios meses de 2007. La asunción de Cristina, el futuro, la crisis de ARI, son algunos de los temas. ¿Cómo es esta dirigente política, la única que hasta ahora ha llegado muy alto sin ayuda de su esposo?
Las mujeres argentinas que tienen peso político y social tienen la impronta de Eva: la crispación, la furia y la referencia a la muerte. Eva, claro, está cruzada por su propia muerte tan temprana; pero además ella anunciaba que lucharía hasta la muerte por Perón y los destituidos y así fue, literalmente. Las Madres están constituidas para siempre por la muerte: la de sus hijos.
Lilita tiene su dosis de crispación y enojo. En cuanto a la muerte, ya lo veremos más adelante.
Tal vez la crispación y la furia no son un atributo de las líderes argentinas sino un rasgo argentino.
¿Y Cristina Fernández de Kirchner? Es obvio que ella tiene el perfil furioso femenino. Ahora tiene la oportunidad para mostrar su capacidad y estilo de liderazgo.
Lo que ninguna tiene es la ternura de Eva, quizá porque el estereotipo dicta que la ternura parezca debilidad y el enojo, fuerza.
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Eva fue una mujer de su época. Era la esposa de Perón. Su marido la legitimaba; por entonces era la única manera de ejercer tanto poder y era muchísimo. Isabelita no cuenta, fue muy poco más que un instrumento. Cristina también es una mujer de su época en tanto es socia de su esposo en un proyecto común donde su identidad política se funde con la de él.
Lilita es la hija de un hombre dedicado a ser feliz y querido; era generoso y egoísta, centrado en él como un chico o un artista. Ella también tiene los genes de una mujer inteligente, infeliz y eficaz, capaz de parar la olla mes tras mes, año tras año hasta la viudez.
Por el padre está en la política. Para Coco Carrió, aristócrata chaqueño venido a pobre por su despilfarro, la política era una manera de seguir viviendo en una barra ilimitada de amigos. ¿No será así para todos, cada uno/una con su estilo? El de Coco incluía el alcohol, las madrugadas y el andar y andar. Se esperaba mucho de él, rico, culto. Pero él nunca prometió nada. Apenas llegó a diputado provincial, pero en su mesa estuvieron todos los grandes líderes del radicalismo, sus amigos. En ese ambiente se crió Lilita. Balbín la hacía llorar (“hablaba como en un radioteatro”). Illia iba a su casa cuando era presidente. Alfonsín era una figura familiar en su adolescencia. El poder le resulta familiar.
Quizá por su madre tiene una inteligencia superior, tenacidad y el afán de lograr.
Por el padre está en la política literalmente: él le pidió que fuera constituyente en el 94, ya enfermo terminal. Entonces Lilita abandonó la carrera judicial y se estrenó estrella política. Ya se sabe: Alfonsín estuvo contento algunos años, convencido de que había aparecido alguien muy cercano a él con futuro en el radicalismo. Después, fue tarde para arrepentirse. “Soy mujer y soy inmanejable”, dice. “Soy un error del sistema”. De su padre, dice, aprendió la libertad. Mezcla rara. Es muy ambiciosa, y si no roba, no hay de dónde sujetarla. ¿Pero a dónde va?
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Va a la presidencia pero no va como un hombre. Lilita sufre y lo dice; duda, va y vuelve, se comenta a sí misma. Un hombre no necesita explicar por qué busca el poder. Lilita necesita justificarse, no puede quererlo sin más.
El poder tiene la impronta de los hombres y ella no tiene un hombre al lado que la legitime y la autorice. Por eso dice: “Al lado de un hombre exitoso hay una mujer de tailleur; al lado de una mujer exitosa no hay nadie”.
Lilita no está con sus dos hijos más pequeños, los del segundo matrimonio –la mayor parte del tiempo están con el padre en Chaco–, no tiene vida familiar. En un país donde más de uno recompuso su matrimonio a la disparada para llegar mejor a una elección presidencial, ella –mujer– se ufana de no tener marido. Estas carencias coincidirían con la idea de que la política y la familia no pueden ir juntas. Ella describe la falta de una vida cotidiana con sus hijos como un sacrificio hecho ante un llamado superior, y cita al Cristo que le dice a uno de sus seguidores que debe dejar todo atrás.
En parte, no es la persona típica frente al poder. Avanza por los costados. Se acerca y se aleja. Quiere que quede claro que su vida es mucho más que la búsqueda del poder. Por eso dice: “Si pierdo esta elección, no me presento nunca más. Yo hice todo lo posible”, etcétera. Luego confiesa que fue un error.
Lilita parece buscar el sufrimiento: “No me importa ir presa. Me gusta ir presa”. Y por eso años atrás se ha exhibido obesa y mal vestida, porque una mujer sola debe pagar, a los ojos de todos, ella incluida, un precio muy alto para llegar al poder.
Por la misma razón, desde otro modelo femenino, Cristina se pinta tanto. Porque necesita recordarnos continuamente su vínculo erótico con su otra mitad, su fuente de legitimidad. Cristina es dos en el poder, representa a un matrimonio. Lilita quiere el poder y está sola.
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Salguero 1245, un edificio de tres plantas en Barrio Norte. En planta baja, un vasto salón para fiestas. Primer piso, un departamento para los anfitriones. Allí se han concentrado Lilita y la Coalición Cívica hoy, 21 de octubre, elecciones generales.
Es cerca de la medianoche. Enrique Olivera y Gerardo Contegrand hablan en el gran salón. Arriba, Lilita los ve por televisión. Los cómputos se dan por gotas y no incluyen los distritos más importantes. ¿Es una técnica del Gobierno para disimular el triunfo de Lilita en algunas ciudades grandes del país? ¿O es simplemente porque en esas ciudades se corta boleta y el sufragio y el escrutinio son más lentos? Cristina ya ha salido a dar por confirmado su triunfo, exultante y emocionada. Lleva un vestido estampado con grandes rosas de tonos azules.
También Lilita tenía esa noche un vestido de rosas estampadas, las suyas de color bordó. Sentada con las piernas abiertas en un puf frente a un televisor pequeño, Lilita parece ausente con un paquete de Marlboro en la mano. La rodean algunos dirigentes. Su hija Victoria (15 años) duerme con la cabeza sobre su falda. Sobre las mesas, los pocos canapés que quedan se van poniendo amarillos. El dilema de Lilita es si acepta o no el triunfo de Cristina con tan pocos datos oficiales.
En la planta baja, los hombres de Lilita y unos pocos periodistas brillan bajo la luz y el calor de la televisión rodeados por la oscuridad en el enorme salón de fiestas. Semejante amplitud tal vez estaba pensada para un triunfo. Y es un triunfo: Lilita está segunda por primera vez en su historia política. Pero ella esperaba forzar el ballottage y Cristina le lleva mucho más que diez puntos de diferencia. No hay ballottage. No hay festejos.
Por eso, la cara de infinito cansancio de Patricia Bullrich con la ropa ajada (“nos robaron las boletas en La Matanza”) y la cara de resignación enojada de María Eugenia Estenssoro.
Lilita lo veía venir. Las cifras oficiales adelantaban el triunfo de Cristina bien temprano. Las de ARI le daban a Lilita un triunfo rotundo en la Capital, una elección muy buena en la provincia de Buenos Aires, en Santa Fe, etc., que finalmente se probaría cierto. Entonces, ¿de dónde salían los votos del triunfo de Cristina? “Eso es posible si nos dieron una paliza en el Norte y en Mendoza”, había dicho Lilita. Y así había sido.
Sólo con el ballottage podía soñar con llegar a la presidencia. Quizá se había aferrado a esa esperanza. Pero no hay caso: el país no está polarizado. Ella dice estar feliz porque ahora se podrá ir tres meses al mar en vez de cuatro años a la Rosada. Pero no hay festejo pese a que saca más de 4 millones de votos y eso la ubica como la líder más importante de la oposición y la consolida como la primera mujer en fundar y dirigir un partido importante.
Ahora en la Argentina, país bastante machista, de pronto hay dos mujeres que son grandes referentes políticos.
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Lilita tiene el sello de los extremos. Será porque se instaló en la sociedad con un acontecimiento crítico, cruzado por escándalos, por amenazas contra su vida y promesas suyas de escarmiento al poder: la comisión legislativa que investigó el lavado de dinero del menemismo. Quizá sea porque tiene bien presente que en la caída de De la Rúa (y del país), durante el “que se vayan todos”, ella era una de los pocos dirigentes políticos con legitimidad.
Por la razón que fuera –incluso porque la Argentina es un país de extremos–, Lilita se ve a ella misma como alguien que se hará cargo del país en una situación excepcional.
“Argentina es evanescente”, dice. “Parece de mucho poder pero es una obra teatral. Es de cartón”.
Ella ve “un derrumbe”: ve “un escenario de utilería” que se “desmonta por exceso de poder”, por sus “asuntos internos”, su “falta de límites”. Alude a los Kirchner, es obvio: “plenos poderes, Consejo de la Magistratura”. Y sitúa el conflicto en términos bíblicos: “Es David contra Goliat y sólo se le gana a Goliat sin nada, con otras reglas. Sucedió en Misiones: Piña es un testimonio”.
¿Lilita imagina un caos?
“No. Una situación de reacción-contra”.
¿Cuándo?
“El momento oportuno puede ser también el tiempo de Dios”, dice, oracular. “Lo que va a venir en el país es muy difícil y muy maravilloso”.
Esto ve hoy. “Los delitos son cada vez más crueles. La violencia se descontrola porque la droga no tiene control. Se negocia con el delito en el conurbano: paran los secuestros a cambio de que sigan los piratas del asfalto y los desarmaderos. Hay violencia sindical: el tesorero de Moyano aparece asesinado. Hay violencia paraestatal: se pelean a punta de pistola y no puede haber escrutinio. Y no me olvido de aquel que tomó la comisaría (el piquetero D’Elía): Kirchner te dice yo no reprimo y te manda la fuerza de choque”.
Este futuro ve: “Hay un horizonte de conflicto y de más violencia. Temo que la violencia se desmadre y que alguien llame a una guerra contra el delito, contra los corruptos, contra el fin del Estado de Derecho. Hay que evitar que la sociedad legitime la violencia estatal y paraestatal de derecha como si fuera una guerra, antes contra la guerrilla, ahora contra los delincuentes. Por eso lo más progresista hoy es armar un movimiento por la no violencia y la paz”.
Un ex lilito que quiere anonimato cuenta que en 2001 Lilita “sabía” lo que se venía: “Esto se cae, se cae, se cae, decía”. Otro recuerda, con sorna, que en las semanas previas a la caída de las Torres Gemelas ella decía ver “mucho humo”.
Lilita nunca dirá a un periodista que ella tiene visiones –como los videntes, como algunos religiosos–; ya sabe que eso espanta votos. Dice que su idea del futuro surge de un proceso: intuición, información y reflexión. Pero dice también que ella tiene “un secreto” y que “la iglesia lo sabe”. Su confesor es el cardenal primado de la Argentina, monseñor Jorge Bergoglio. No dirá nada más.
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La religión y el misterio de la muerte. En ese cruce se formó Lilita. La muerte le hizo descubrir en ella misma la capacidad de intuir, de “ver”. Tenía diez años cuando en la cocina de su casa le dijo a su mamá: “La tía Nenucha no está dormida, está muerta”, así, tranquila. La madre no la tomó en serio. Recién perdió la sonrisa cuando llegó al dormitorio.
Las muertes habían comenzado dos años atrás. Una compañera de banco había sido violada y asesinada; otra amiga de la escuela iba a morir por meningitis. Después de cumplidos los veinte años, su “amor de mi vida” y cuatro amigos de la universidad murieron una noche en un auto del que ella se había bajado a último momento.
Ahí Lilita aprendió a disociar. En medio de la desgracia aprobaba materias con 9 y con 10. Pero se desmayaba a cada rato. “Entraba en un tercer estado, no estaba viva ni muerta; quería estar con mis amigos”.
Cuando salió gracias al psicoanálisis de ese mundo oscuro, encontró la religión. Es probable que se le haya impuesto mediante alguna percepción mística. Ella sólo dice que fue “una experiencia muy fuerte”.
Algunos amigos del Chaco aún le reprochan que entonces perdió su “mentalidad cartesiana”. En realidad, Lilita comenzaba a construirse un universo donde la religión y la razón van juntas, tal como postulaba el filosófo francés. Sólo que el universo de Lilita es político. Qué mezcla: ese universo tiene los brillos sombríos del apocalipsis y las alegrías exaltadas de la redención, pero también los equilibrios y los malabarismos de la razón. Posiblemente nadie haya incluido así lo religioso en la política argentina y llegado tan lejos.
Lilita adapta su discurso a su auditorio. Sus dirigentes más cercanos no son creyentes y, sin embargo, valoran su solidez intelectual; incluso los que se fueron de ARI. Fernando Melillo, hoy legislador oficialista: “Su muy buena formación le permite hacer puentes intelectuales para explicar sus virajes ideológicos”. Su magnetismo alcanza a intelectuales y a religiosos de muchos credos. Otro dirigente que la dejó: “Su poder interno se basa en su claridad intelectual: los deja mudos con su discurso racional”.
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Los tribunales de Retiro, 27 de agosto de 2007. Lilita en juicio oral, a dos meses de las elecciones se la juzga por calumnias e injurias. La acusa Héctor Antonio, dueño de una pesquera a quien ella vinculó con el asesinato –aún impune—de Raúl Espinoza, otro empresario pesquero de Santa Cruz.
Espinoza le había prometido a Lilita información sobre un presunto sistema de corrupción que derivaba dinero de la industria pesquera hacia el kirchnerismo. Fue asesinado por un sicario en la calle pocos días antes del plazo de esa entrega. Espinoza también le había dicho a Lilita que Antonio había querido comprarle su parte en su empresa y que él se había negado.
Lilita brilla toda de blanco al llegar a la sala de audiencias. Minutos antes, en su casa, hacía chistes: “¿María, llevás mi pijama a rayas?”, o teorizaba: “Nunca más libre que presa”. Pero ahora se la ve seria cuando se sienta entre sus abogados; intenta una sonrisa y le sale mal. ¿Tiene miedo? Seguirá el desarrollo del juicio retraída. Ni siquiera se altera cuando su acusador, Héctor Antonio, explica que le ha puesto “Lilita” a una yegua de carrera para mostrarle a la acusada que todos somos vulnerables.
Sólo sale de ese estado cuando Antonio se ve obligado a admitir ante el juez que había mentido y a reconocer que después del crimen le compró a la viuda de Espinoza su parte en el frigorífico. Allí mira fijamente sin emoción a su enemigo herido.
Mal día para Antonio. ¿Qué lo habrá llevado a iniciar este juicio en un caso tan peligroso para él? La única persona que puede salir bien parada de esto es Lilita. Después de esa admisión será difícil condenarla por calumnias, y menos tan cerca de las elecciones. Antonio ha juntado las palmas a la altura de los ojos envolviendo su nariz. Parece protegerse de un mal olor o rezar. Así devuelve la mirada.
Llegó el momento del alegato final. Ahora Lilita revive, recupera su persona, habla con severidad, su índice sube y baja sobre el escritorio como un hacha o un cuchillo. “Soy la primera líder política sentada en el banquillo de los acusados“, dice. Formalmente tiene razón: ningún otro llegó a juicio oral. Pero Menem fue acusado de asociación ilícita –y preso– hasta que lo salvó una Corte adicta. Sin embargo, la metáfora es válida por lo que sugiere: en un país siempre cruzado por escándalos de corrupción política, este juicio por calumnias parece una enormidad y una ironía.
Lilita se deja llevar por sus temas: “Me da alegría dar testimonio por otros con riesgo de mi propia carrera política pero también de mi propia vida”. Esto es cierto quizá si se refiere a los días en que investigaba el asesinato de Espinoza. Ahora tampoco corre peligro de ir a la cárcel. Antonio sólo pide para ella un año y medio de prisión (en suspenso). En cuanto a su carrera, el juicio no hace más que beneficiarla. Lilita habla de la impunidad y de su decisión de hablar sin fueros. “Hablo como ciudadana de la Nación y seguiré haciéndolo toda mi vida” (pronuncia la V corta). Lilita tiene algo de Balbín en su oratoria, por algo la hacía llorar de chica: abre largos silencios después de las frases más rotundas y mira a su audiencia, calma y severa; cambia de ritmos y de tonos, transmite emociones. Pero tiene estructura y claridad, no las frases vacías ni las disgresiones de Balbín.
Al cabo de dos horas de cuarto intermedio el juez la pronuncia inocente. Lilita empieza a llorar. Al principio es un fluir de lágrimas sin gestos; enseguida es un sollozo y se tapa la cara. Llora y llora abrazada a sus abogados y a sus amigos que son mayoría en la sala. Llora en los pasillos y en las escaleras y en la calle, rodeada de cámaras de TV. “Lloro”, dice, “porque siento la presencia de Dios. Dios te lleva hasta extremos increíbles pero luego te…”
Sólo Lilita se anima a mostrar ese llanto desnudo –no los ojos húmedos ni la lágrima solitaria sino el llanto que transforma la cara, como lloramos todos de chicos–. Ninguna otra dirigente política se anima a mostrar así sus emociones profundas. Eva era púdica llorando pero era más impresionante aún porque en su último tiempo su voz quebrada era un llanto dolorido palabra por palabra.
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Lilita no es una dirigente tradicional. Sus enemigos coinciden en que “no tiene método” para construir poder. Sus amigos le encuentran una vuelta positiva: “Es una excéntrica: se convierte (al catolicismo), engorda, adelgaza, se sale del partido, renuncia a su banca, crea otra estructura. Experimenta en política con ella misma”.
¿Lilita cambia? Mario Cafiero, un fundador de ARI que se alejó, dice que ella fue saliendo de una izquierda inicial “tal vez porque vio que la sociedad iba hacia el centro”. Y dice citarla textualmente: “Hay cosas del poder –decía ella– que yo voy a respetar. No vengo a hacer un cambio revolucionario. Olvídense de que alguna vez cantamos la canción del Che Guevara”; fue en el primer congreso de militantes de ARI. Fernando Melillo sostiene como muchos otros ex lilitos que ella está “obsesionada con Kirchner”, que “actúa en espejo” con él haciendo lo opuesto. Y que su “giro a la derecha” fue obligado porque Kirchner ocupó la izquierda.
Lilita dice que sus principios no cambian; que su idea de la Coalición Cívica se remonta a los albores de ARI. Y que antes que la ideología están la honestidad, la distribución del ingreso, etcétera. No cree que la ideología participe siempre en la manera de encarar esos problemas. Sostiene que aquel izquierdismo de los albores era de un sector de ARI “que quería usarme y sacarme”.
* * *
Sentada en su living, Lilita se sube las calzas negras para disimular un rollo. Llama otra vez a su empleada y pide más té. Falta muy poco para el fin de un año con varias campañas electorales. Hoy Lilita no tiene maquillaje. Sus ojos están desnudos sin rimmel y tiene los párpados algo hinchados. Su entonación no tiene el énfasis habitual. Tiene un aire vulnerable. Parece cansada. Está regenerando su energía, dice, y vuelve a su tema.
“Yo soy la única líder suelta, libre –sin necesidad de pactar–, que polariza naturalmente con la figura presidencial porque somos dos mujeres”, dice.
Bien claro. Ella se ve como la antagonista.
Uno podría creer que para llegar a la presidencia Lilita necesita una hecatombe.
“Siempre tengo varias alternativas”.
El té se está enfriando en la mesa ratona.
“Ahora: vos viste que mi vida es una historia maravillosa. Es difícil. Llena de ataques, de peleas contra los malos. Hacés campaña, te roban los votos, tus ex maridos te quieren. Yo nunca pensé…”
¿Qué se imaginaba Lilita?
“Ser juez…”
¿Juez?
“¿Viste cómo Dios te lleva?”


