Siempre quiso ser actor, pero en cada audición a la que iba, quedaba como bailarín. Hoy, director y coreógrafo, tiene dos éxitos en cartel: «Pingo argentino», con Enrique Pinti, y «La jaula de las locas».

Aquí, habla de sus sueños… y su noviazgo de dos días con Cecilia Roth.
En un silencioso pasaje peatonal, a salvo del bullicio de la ciudad, en pleno barrio de Recoleta, Ricky Pashkus comparte con su amigo Julio Chávez el estudio en el que ambos dan clases. Ricky, de danzas; Julio, de teatro. Ese pintoresco lugar que parece fuera del mundo real, es el que eligió Pashkus para la entrevista. «Los lugares que más me representan son este estudio y la sede de la Escuela de Danza y Comedia Musical (que este director y coreógrafo dirige, junto a Julio Bocca), en las Galerías Pacífico», dice.
Es una persona cálida, amable y sensible. Se expresa con humildad, pero sin ocultar el orgullo que le da estar, podría decirse sin exagerar, en la cima de su carrera —claro que siempre se puede volar más alto—, y contagia la alegría de sus logros. Sus 51 años lo encuentran dirigiendo dos éxitos del teatro comercial: La jaula de las locas y Pingo argentino (donde es también coreógrafo). Además, fue recientemente convocado para dirigir la comedia musical Los productores, en San Pablo, Brasil, que protagonizarán Miguel Falabella (será Max Bialystock) y Vladimir Brichta (como Leo Blomm): una coproducción argentino brasileña, que se estrenaría en setiembre. Y como si fuera poco, 1, 2, 3, cua… es el programa que conduce por Canal (á), los martes a las 21 (y repeticiones). Allí muestra el detrás de escena de importantes musicales.
Es hijo de padre austríaco y madre polaca. «Mis padres vinieron a la Argentina escapando de la guerra. Eran comerciantes, vendían prendas de mujer; con mi hermano trabajamos con ellos un tiempo; después, ninguno de los dos siguió con el negocio», cuenta. A un año de terminar la escuela secundaria, abandonó los estudios. «Mi vocación por el arte era muy fuerte. No aguantaba estar en el colegio. Y tenía padres muy generosos, que acompañaron mi ansiedad y mi angustia en ese momento», se sincera. Ricky cursó Dirección teatral en el Conservatorio de Arte Dramático, pero no llegó a recibirse.
«En el ’76, cuando vino el golpe, dejé la carrera. No sé si de verdad era riesgoso estudiar, pero cundió la sensación de que no había que estar ahí», recuerda Pashkus. Pese a que hoy triunfa como coreógrafo y director teatral, Ricky quería ser actor. Sin embargo, la vida se ocupó de marcarle el rumbo del que está, ahora, más que satisfecho. Y hasta llegar al presente, hay una historia.
En el ’75, se presentó al casting que realizó Juan José Jusid para la película No toquen a la nena. «Para los papeles a los que nos habíamos presentado, quedamos dos finalistas hombres y dos mujeres: Julio Chávez y yo; Cecilia Roth y Patricia Calderón», expresa. «Ahí lo conocí a Julio», dice. Se cruzaron en la audición final y empezó entonces una amistad que perdura hasta hoy. «A Cecilia Roth ya la conocía, porque nuestros padres eran amigos», repasa. «Cecilia va a odiar que cuente esto… Fuimos novios… durante dos días», confiesa y se ríe de ese recuerdo adolescente. «Los chicos del ILSE íbamos a buscar a la salida a las chicas del Carlos Pellegrini». Los elegidos para los papeles titulares fueron Chávez y Calderón, pero no hubo envidias y todos siguieron siendo buenos amigos.
«Yo quería solamente ser actor. Pero soy muy mal actor… Estudié varios años teatro con Agustín Alezzo y con Antonio Mónaco. Trabajé como actor, pero cuando iba a las audiciones de las comedias musicales, siempre me tomaban como bailarín. Y me quejaba, porque no había estudiado danzas. Me daba bronca, yo quería ser actor», repite con insistencia. Pero si hay un destino escrito, Pashkus no lo pudo torcer. No se había formado hasta entonces como bailarín, se empecinaba en ser actor, pero fue la coreografía la que le abrió las puertas más grandes. Y ya no se queja, sólo agradece.
En teatro trabajó a las órdenes de Hugo Midón y de Pepe Cibrián Campoy. «Y en la TV, llegué a ser galán, aunque de segundo nivel, en Romina, con Dora Baret. Y conduje un programa; cuando Elvira Romei se retiró, quedó un trío al frente de La tarde de los chicos: Mónica Núñez Cortés, Carlos March y yo.» Los treintañeros de hoy no pueden olvidarse de ese ciclo.
A los 22 años sintió que la actuación no lo hacía pleno. «Le debo mucho a la vida y a mi analista de ese momento, Vivian», dice. Algo que había olvidado apareció durante su proceso terapéutico: «De chico, yo bailaba horas y horas. Iba al Colón. Y lo había borrado». Hubo ahí una revelación. Empezó a estudiar danzas con Freddy Romero, Oscar Araiz y Ana Itelman, mientras seguía al frente, junto a su hermano Tommy, de una agencia de viajes que le permitió hacer muchos viajes. «En esa época, después de las seis de la tarde, corría los muebles de la agencia y, sobre la alfombra, daba clases», cuenta. Pero la vocación se manifestó en él cuando ya era tarde. «Sabía que como bailarín no tenía futuro. Porque había empezado a bailar a una edad notoriamente tardía.» Y a los 29 años, otra revelación le indicó por dónde seguir: «tenía que coreografiar». Más tarde apareció la necesidad de dirigir. Y esas palabras, «coreografía y dirección», fueron la respuesta a tantas preguntas.
Autógrafos, con Víctor Laplace y Ana María Cores, fue el primer espectáculo que dirigió, además de diseñar las coreografías. «Luego, dejé de dirigir por varios años», recuerda. En La vuelta manzana (de Midón) y Aquí no podemos hacerlo (de Cibrián), Ricky había participado como actor. En esa nueva etapa, asumió el rol de coreógrafo de esos espectáculos. También hizo coreografías para TV; entre otros, para el programa de Tato Bores. Años más tarde, volvió a la dirección, cuando Lino Patalano lo llamó para dirigir ¡Viva la revista!, con Cris Miró. Desde Pinti canta las 40 y el Maipo cumple 90, en 1995, Ricky es coreógrafo y director de todos los espectáculos de Enrique Pinti.
Siempre cerca de nombres importantes. Cuando empezó a coreografiar a Julio Bocca, otra puerta grande se abrió. «En un programa de obras cortas que Julio ofreció para un aniversario de su carrera, en el Luna Park, yo coreografié dos obras cortas: un vals de Strauss, Vino, mujeres y canto, y una canción de Eladia Blázquez, que cantaba Sandra Mihanovich. Ese fue mi estreno con él», cuenta.
¿Cómo surgió la idea de dirigir, junto a Julio Bocca, la Escuela de Danza y Comedia Musical?
Yo necesitaba un socio para montar una escuela de danza que entrenara de una forma que acá no se hacía, parecida a la que muestra la película Fama. Cuando se lo propuse a Julio, le pareció genial.
¿Sigue en pie la idea de transformar esa Escuela en un colegio primario y secundario especializado?
La idea está vigente. Estamos trabajando en eso. La propuesta surgió de Julio, porque no quiere que los chicos pasen por los padecimientos que él pasó, al no poder terminar sus estudios por privilegiar su formación como bailarín.
«Me siento muy necesitado de comunicar», expresa. La docencia le permite cumplir con ese deseo permanente de comunicarse con el otro. Y además de dar clases, tiene, a partir de este año, otra posibilidad de comunicarse con estudiantes: dirigirá la compañía de teatro musical del IUNA (Instituto Universitario Nacional de Arte).
Siguiendo con los nombres importantes, Ricky tuvo algo que ver con Yo soy mi propia mujer, el espectáculo unipersonal que actualmente presenta Julio Chávez en el Multiteatro. «Yo viajé a los EE.UU., y Julio me dijo: Si ves alguna obra que te guste, contame. Pero estando allá, no veía nada que pudiera ser para Julio. En el viaje de regreso hacia el aeropuerto, vi de lejos un afiche. Le dije al chofer que se detuviera, me acerqué y era el de I Am My Own Woman (Yo soy mi propia mujer). No la vi, ya no tenía tiempo, pero supe que ésa era la obra que tenía que hacer Julio. Y la está haciendo, dirigido por Agustín Alezzo», relata.
¿Como ves ahora a ese joven de 22 años que fuiste, que no sabía cómo canalizar sus ansiedades? ¿Te imaginabas que iba a llegar hasta acá?
No. Yo de chico tenía una cierta obsesión con la trascendencia. Mis padres obstaculizaron mucho mis proyectos, lo digo con todo el amor; no lo obstaculizaron como enemigos, sino como padres que querían lo mejor para sus hijos. Ellos sufrieron mucho por mi elección. Y el destino, Dios… hizo que justo cuando el negocio de mi padre se fue a pique, porque mi papá se enfermó gravemente, a mí me empezó a ir muy bien. Pude mantener a mis padres gracias a mi profesión. Para mí fue un privilegio. Y después se convirtieron en fanáticos míos.
«Sé que cuando me vaya, me recordarán mis alumnos», dice. En ellos encauza su obsesión por la trascendencia, aquella que de chico se manifestaba como el deseo de la fama y de más grande, en la búsqueda del prestigio. Hizo, literalmente, su camino al andar.