Punta del Este, el exclusivo balneario uruguayo, cumple cien años. Y aunque la geografía única de antaño fue poblada por megaemprendimientos, sigue siendo la meca de la aristocracia de uno y otrolado del Río de la Plata. Postales del ayer en el recuerdo de sus visitantes ilustres y polaroids de quienes la disfrutan hoy.
Parece que ya no quedaran secretos, ni ritos, ni instantes por degustar. Al cabo, cambiarán las caras, pero las rondas son siempre las mismas. Subidos al lomo de una ballena rocosa, donde cielo y mar se confunden sin divisorias, el sol que se despide deja pocas cosas por descubrir en estas arenas del Este, que cada año pierde un poco más de su inocencia inicial. Casi nada queda a salvo de la voracidad del billete que come naturaleza y escupe cemento.
Punta del Este se prepara para celebrar sus cien años –el 5 de julio – en medio de una multimillonaria estampida inmobiliaria que seguirá marcando el rumbo del comienzo: sólo para exclusivos. VIP. High class. Bienudos, burgueses, inversionistas; o todo eso junto. Nadie sabe cómo será la fisonomía del balneario cuando todos esos megaproyectos a lo largo de la costa sean realidades visibles. Los esteños de pura cepa lamentan tanta edificación. Los que están ligados a los negocios, festejan. Y aquellos que se enamoraron del lugar por el combo pinares/médanos/océano, se seguirán corriendo más allá de José Ignacio, más adentro de sus tierras, acaso más lejos de la costa.
PERDIDOS EN LA BARRA
Todavía en La Barra se comenta el paso reciente del diseñador Yves Saint Laurent corrido por una nube de paparazzi. Y el de Luciano Benetton, que disfrutó sin sobresaltos de sus caminatas matinales por José Ignacio. Al señor de los colores se lo vio poco glamoroso con un gorrito piluso blanco.
Anónimo, y nada célebre, Hans está perdido en Montoya. Intenta chapucear algún idioma para saber a dónde va la gente de su edad (ronda los 60). A este belga que habla sólo holandés –nada más complicado para resolver– el puente aéreo lo depositó en Punta del Este desde Buenos Aires. Como tantos otros europeos, accedió a la tentación de pasar un par de días de playa en lo que se vende como un lugar súper exclusivo, con un vuelo de apenas 40 minutos desde Buenos Aires. Y ahí anda, con su confusión a cuestas en plena movida teen que lo deja en evidencia. Falta que alguien grite: «Chicos, llegó el tata» para que se le suban a caballito. Nada grave, Hans. Dice la leyenda que el pirata inglés Francis Drake fue el primer «veraneante» esteño. En busca de riquezas para rapiñar, a fines del 1500, llegó perdido después de naufragar; lo atacaron los indios y escapó en una canoa.
A falta de la invasión argenta post-crisis, lo que sobresale en las playas del Este y en las rondas nocturna por Gorlero o La Barra es el tono políglota. Dato que resaltan con orgullo las crónicas locales: «Cada vez vienen más europeos», se entusiasma el canillita. «Ajá…». «Y gastan, ¿eh?», insiste. «Ajá…». «Porque claro, los argentinos con esto de los cortes de ruta (en Gualeguaychú, en contra de las papeleras)…», se apaga. Cri cri cri.
Hablando de papeleras, un cartel en Gorlero apela a la fraternidad: Bienvenidos hermanos argentinos. «¡Al fin un lugar donde nos quieren!», se ufana un porteño acostumbrado a la defensa de la conocida petulancia nacional. «Nosotros los queremos, somos un mismo pueblo», repite un mozo en la península. Así están las cosas. A puro amor, aunque… «Al fin y al cabo, en las
temporadas vivimos gracias a ustedes», cierra el servidor, en un acto de sinceridad extrema.
Por cierto, basta con ir a cualquier restorán para sumergirse en una Babel donde hacen punta los históricos ricachones del Mercosur, como los brasileños de San Pablo que llegan en avionetas privadas. «Veranear acá da un plus social. Nos encontramos con los mismos con los que hacemos negocios durante el año», se sincera uno en Manantiales, pinta de CEO en vacaciones. Ni que hablar de esos magnates mexicanos que coparon la suite más cara del Hotel Conrad.
Y los argentinos, claro. Ese dulce encanto que se dispersa por el Este en formas varias: modelos de tapa, figurones que habitan paradores, erre-erre-pe-pés aquí y allá, eventeros, empresarios famosos, políticos pro (¿K?, noooo) y una larga lista de etcéteras. Son los que plantan bandera en las arenas de La Barra como si estuvieran en terreno conquistado por derecho propio. Y por quienes se sufre mal de ausencia cuando no cruzan el charco con la masividad de ayer nomás. Los hoteleros de menos estrellas lo admiten sin tapujos: «Falta el argentino que venía en los ’90. Extrañamos esa clase media que venía en la época del 1 a 1». (¡Ay! nos tapó la ola.)
LA CONQUISTA DEL ESTE
Cuenta la historia que una ley del presidente uruguayo Claudio Williman le dio el nombre de «pueblo de Punta del Este», en 1907. El mismo año en que llegaron los primeros veraneantes a bordo del vapor Golondrina. Eran familias de la oligarquía montevideana y argentina; y el puntapié inicial con el cual la aristocracia de uno y otro lado del río impondría su sello.
Fernando Cairo, abogado, esteño e historiador, repasa: «Por entonces, la península era un caserío más; el primer hotel, el Palace, un galpón que ofrecía ’10 cómodas piezas'». La fisonomía se transformó con el Biarritz, el primer cinco estrellas, del que todavía queda parte en pie, sobre la calle El Remanso. «Se hizo a semejanza de los grandes hoteles-balnearios de las ciudades europeas y cubría las aspiraciones de la aristocracia porteña y montevideana. Digamos que la aristocracia argentina siempre se sintió muy cómoda en Punta del Este y la hizo a su medida. Fue la que le dio la sofisticación del millonario», sintetiza Cairo.
La Segunda Guerra Mundial tuvo a la ciudad como escenario de la Batalla del Río de la Plata, cuando el acorazado alemán Graf Spee fue emboscado frente a la península y herido de muerte por naves inglesas. Evaristo Salazar lo recuerda bien: «Yo era un pibe. Escuchábamos los cañonazos y veíamos cómo se levantaba una nube de agua en el mar». Fue un acontecimiento seguido desde la costa. La familia de Evaristo, además, tenía el restorán La Fragata, que inició la movida nocturna. Ahí tocaba Oscar Alemán, y Aristóteles Onassis solía ser generoso a la hora de regar la fiesta con champán del bueno.
Con los años, llegaron las urbanizaciones fuera de la península, como el Cantegrill Country Club, con el golf como centro de actividades. Y la plata dulce argentina de los setenta cruzó el charco dándole a Punta del Este un vuelco definitivo: se levantaron los edificios que recortaron el paisaje de cielo y mar para siempre. Se calcula que más del 60 por ciento del capital inmobiliario es argentino. «El porteño, más que nadie, le dio ese aire de sofisticación al balneario, aunque muchos uruguayos no quieran admitirlo», opina Cairo. Como sea, las familias bien prefirieron correr sus mansiones hacia San Rafael, el lugar más tradicional y clásico, donde aún perdura el rito del té con waffles en el Hotel L’Auberge.
Difícil congregar la vida esteña en una sola definición. La ciudad albergó no sólo fortunas, sino también grandes sueños o increíbles melancolías de exilio, como las del poeta Rafael Alberti. Asistió a momentos históricos con las dos visitas del Che Guevara (entre 1961 y 1962): por entonces el rosarino aún no era remera, pero ya se había convertido en revolucionario cubano y cantaba presente en las reuniones de la OEA en que se decidió la expulsión de Cuba de ese organismo.
Pero es también lugar ligado a las letras argentinas a través de Silvina Bullrich, su primera cronista social, que ambientó tres de sus novelas en Punta del Este. Y es la ciudad que se abrió a la mira internacional con el Festival de Cine, en los ’50, que trajo a estrellas internacionales como Trevor Howard, Yul Brinner, Jeanne Moreau. Y más acá en el tiempo, a Pepe Sacristán, Imanol Arias y Carmen Maura.
Punta del Este es, sin dudas, esa estampa bohemia hecha «escultura para vivir», bautizada Casapueblo, en el lomo de Punta Ballena, que salió de la inspiración de su artista, Carlos Páez Vilaró. O aquella otra de La Fusa marcada por el café concert y la bossa nova trasnochada de Vinicius y Toquinho. Por supuesto, y sobre todo, es el balneario top que sirve de escenario
para las revistas faranduleras que se mueven detrás de los famosos. Y la que vive en las amarras del puerto, a bordo de un yate. Vida soñada, si las hay, para quienes sólo pueden mirar desde afuera.
Los Dorian Friedlander son una familia argentina, de Belgrano, que hace 25 años van a Punta del Este en barco propio. Primero llega Carlos con los hijos mayores –Guido, de 23, y Marcos, de 20– a bordo del John Doe, un crucerito que cuesta unos 300 mil dólares. Su mujer, Evelina, prefiere el avión o Buquebus para viajar con Valentina, la menor, de 16. Su dirección en el Este queda en la Marina 1. «El cruce del río no es fácil por los vientos, que soplan en contra, y el barco se mueve mucho. Podés tardar diez, doce horas», dice Carlos. Tanto, que Evelina, después de haber pasado tres días vomitando en su primer cruce, nunca más quiso hacer el camino a bordo. La anécdota quedó. «Eramos más inconscientes, habíamos salido con mal tiempo –dice–. Cuando llegamos acá, me enteré de que estaba embarazada de mi primer hijo».
LAS LOLAS Y EL VIENTO
Pero donde hay que estar para estar en el Este es en La Barra. Ahí, las firmas dicen presente porque el marketing indica que es necesario pegarse a ese target de turistas; sí, el de esos que quieren ser vistos pavoneándose arriba de un descapotable. Sí, claro, eso de me muestro, luego existo es el código de esta parte del mundo en esta época del año.
Los que andan por los 20 (no mucho más; 25 ya pertenece a la categoría de grande) copan las arenas de Bikini nunca antes de las cinco. Darse una vuelta a deshora puede provocar la falsa impresión de que ahí no pasa nada, cuando en realidad, por ahí pasa todo. O casi: el bikini animal print sosteniendo lolas estrenadas para el cumple de 15; las colas que parecen esculpidas en un quirófano más que hechas por el azar de los genes y las bermudas de ellos a media asta, que dejan ver, calculadamente, el slip de marca (es re cool dejárselos puestos). Se cumple con el rito de mirar y ser visto. Ellas, moviéndose con paso aprendido: mentón arriba, hombros hacia atrás, con aire entre despreocupado y felino, mirada hacia un punto indefinido. Y ellos conectados al IPod o al MP3 que ya son mutaciones del sistema auditivo; los auriculares negros son para los que se
quedaron en el Jurásico, parece.
LAS CHICAS DE AYER
Están alborotadas recordando los buenos tiempos, cuando Punta del Este era el lugar de encuentro entre iguales que pasaban sus vacaciones. Crecieron con la ciudad, a la que conocen desde que aprendieron a caminar. En los ’30, ’40, bailaban al son de Edith Piaf y Maurice Chevallier, con fonógrafos portátiles que llevaban a la playa. Hacían cabalgatas por La Brava en noches de luna llena y la península estaba despejada de rascacielos. Madelón Souza Villegas de Haedo fue la primera Miss Punta del Este; aún conserva esos ojos azules chispeantes que eligió el jurado una noche del verano del ’42.
La muchacha había convencido a su papá para que le prestara el auto con la promesa de que a medianoche estaría durmiendo. Y se fue a bailar al Hotel Nogaró, con un vestido sencillo y alpargatas. «Estaba bailando y me llamaron para darme la banda y el premio, que eran unas fichas blancas para el casino, que nunca jugué.» Se ríe Madelón que, además, fue la primera mujer uruguaya en sacar el brevet para pilotear aviones. Tenía un Cessna de cuatro plazas con el que acortaba el viaje desde su estancia a Punta del Este. «Cuando llegaba, hacía un picado sobre la Isla Gorriti, frente a La Mansa, donde mi familia navegaba. Así avisaba que había llegado y me iban a buscar en auto.»
Si hay algo que Marta Ferreira de Jiménez de Aréchaga detesta es ver el paisaje plagado de edificios: «Para mí es de llorar. Se salvó la punta porque no podían tapar el faro. ¿No es una manera de depredar el lugar?». Aunque vivió mucho tiempo en Europa (su marido fue juez de la Corte Internacional de La Haya), Marta nunca faltó: «Aunque sea 15 días, pero veníamos».
Diego Fischer, periodista y autor de 100 años Punta del Este. Al este de la Historia –junto a Silvia Pisani–, repasa la vida en el balneario de algunos personajes como Adolfo Bioy Casares, Vinicius de Moraes, Astor Piazzolla, el Che. Dato curioso: una mateada del revolucionario en la casa del presidente uruguayo Eduardo Haedo provocó un acto de desagravio ¡al mate! que tuvo masiva respuesta. Se hizo mateada mediante, por supuesto.
Según Fischer, el desarrollo de Punta del Este «siempre estuvo atado a los ciclos y ritmos económicos y políticos argentinos». Así, «con el primer peronismo, hubo un freno tremendo en la ciudad por las restricciones que tuvieron los argentinos para venir por cuestiones políticas. Y en los ’90, con el menemismo, acá se prolongaba la fiesta. Ni siquiera era un segundo escenario: era una extensión de esa fiesta». Peronismo explícito, que le dicen.
¿COMO MIAMI?
Punta del Este, centenaria, y en expansión desenfrenada. El gobierno uruguayo busca incentivar las inversiones foráneas dándoles un trato igualitario al de los capitales nacionales. Los millones y millones de dólares de los que todos hablan podrían formar un médano color verde. Incluye, dicen, un complejo portuario e inmobiliario a la altura de la parada 40 de La Mansa con puerto privado y muelle para cruceros.
La idea que ronda es atraer para estos pagos a jubilados del Primer Mundo, esos con buena entrada de dinero y que son de países fríos, para que residan acá. Algo así como sucedió… ¡en Miami! Glup.

Vacaciones en el Este, allá por 1920. Fotos: Alejandra López y Archivo Clarín

La playa nudista Chihuahua funciona desde la década del 60.

El Che en Punta, a principios de los ´60. Fue cuando la OEA decidió la expulsión de Cuba.

Giordano y sus desfiles, un clásico del Este contemporáneo