Maravillosas instituciones, las grandes universidades estadounidenses. Cada una tiene su propia emisora radial de música clásica, como la de Harvard y la de Arizona: adoran transmitir obras de compositores cuyos nombres ignoro absolutamente, aunque durante toda mi vida escuché música clásica.

Por ejemplo, hoy, el día en el que escribo, la segunda ha transmitido música de Charles Tournemire, Johann Heinicken, Miguel Bernal y Arnold Bax. Digámoslo directamente: bastante feo. Aunque cambie de sintonía, me veo obligado a escuchar a estos compositores menores. Nunca se sabe, podría realizar algún descubrimiento fulgurante. El hecho es que, hasta ahora, eso no ha ocurrido. Los compositores menores y desconocidos, me parece, lo son por buenas razones.
Durante siglos y décadas, el gusto musical internacional ha elegido obras de Beethoven, Bach, Brahms, Wagner y otros gigantes; no las obras de Tournemire o Bax. Se puede escuchar un determinado número de horas, no más. Los recursos materiales de las empresas discográficas y de las salas de concierto son limitados, y existe una lucha por la supervivencia también en estos terrenos más etéreos. Es inevitable que ganen los mejores. Una selección de tipo darwiniano, algo del género.
Resulta trivial decirlo, porque es un principio generalizado, casi una verdad racional, según la cual en poblaciones que se autorreproducen en el tiempo (como las bacterias, los simios y las ratas) o que son reproducciones de algo o de alguien (como las sinfonías, los automóviles, los jeans y la pizza), a la larga, los portadores de rasgos que aceleran, por algún motivo, el índice de reproducción, se difundirán de manera predominante, a expensas de los otros que no son portadores de esos rasgos.
En ciertas condiciones se convertirán directamente en los únicos que se reproducen. Este principio es tan universal e irrefutable que los neodarwinianos, por así decirlo, desenfundarán el revólver en cuanto alguien se permite criticarlo. O mejor: no tanto criticar este principio, algo que sería insensato, sino más bien la tesis neodarwiniana que afirma que este principio basta en sí mismo (repitamos, basta en sí mismo) para explicar todas las formas vivientes y sus intrincadas relaciones. Por lo tanto, sienten que se les ha asignado un rol absoluto: el de proteger la racionalidad científica.

Eso le ocurrió claramente hace poco al filósofo cognitivo estadounidense Jerry Fodor, completamente ateo y racionalista, cuando osó publicar en el London Review of Books un artículo juiciosamente antidarwiniano titulado «Por qué los cerdos no tienen alas».
En su computadora se acumularon centenares de cartas injuriosas y tres detalladas críticas académicas. De paso, Fodor anunciaba un libro que él y yo estamos proyectando: ya recibí, de rebote, dos ofertas de publicación de editoriales estadounidenses y una docena de cartas perplejas de colegas.
Sin embargo, la parte que he prometido escribir para ese libro es simplemente una organización de datos y consideraciones desarrollados por los más calificados biólogos y genetistas en el curso de los últimos años.
Fodor, como filósofo, demuestra que el neodarwinismo ortodoxo está socavado desde adentro, dado que, para funcionar debidamente, sus partidarios presuponen aquello mismo que pretenden explicar.
Por ejemplo, la idea de ser «seleccionado para» («el corazón ha sido seleccionado para bombear la sangre»), importada de la ingeniería, implica una correspondencia entre órganos y funciones que la miope obra evolucionista no puede proporcionar por sí sola.
El principio darwiniano, muy general, no permite, de hecho, profundizar en los detalles: no explica por qué un determinado órgano o rasgo (por ejemplo, la monogamia en algunas especies, la poligamia en otras) podría haber sido seleccionado. La indeseable restricción de opciones a la que se ven obligados los neodarwinianos es elegir entre las atribuciones de cierto microproyecto, de una microintención de la naturaleza, o bien tratar de adivinar, por olfato, los resultados de la selección natural.
La biología contemporánea ha proporcionado toda una panoplia de procesos evolutivos que se suman a la clásica selección del mejor adaptado. Esta selección existe, pero es una fuente marginal de la arquitectura biológica.
Existen «genes maestros», que son fundamentalmente idénticos del mosquito al hombre, organizados en redes complejas, que controlan el desarrollo y el funcionamiento de muy variados órganos en el mismo individuo (por ejemplo, en los mamíferos, la corteza cerebral, el hígado, las gónadas y los riñones, o cresta neural, hígado, oídos, ojos y columna vertebral).
Una selección cualquiera de una de estas funciones repercute ineluctablemente provocando cambios en todas las demás. Tal como lo ha señalado el genetista Edoardo Boncinelli, es fácil creer que se explica selectivamente cierto cambio del cerebro humano, cuando aquello que se ha seleccionado, sin embargo, es el funcionamiento de los riñones determinado por la postura bípeda.

Y eso ha resultado en una corteza más desarrollada. Otro descubrimiento importante es el efecto que produce en órganos y conexiones la mutación de otro órgano. En el caso del pinzón, por ejemplo (un pájaro tan querido para Darwin), una mutación que altera la mitad superior del pico trae aparejados otros cambios congruentes en los huesos del cráneo, la parte inferior del pico, los músculos del cuello y los nervios.
Un caso entre muchos otros, que confirma la coordinación entre las diversas partes de un organismo viviente, el «diálogo entre los tejidos vivos», según la feliz expresión de Marc Kirschner, director del Departamento de Biología Sistémica de Harvard.
Todos estos argumentos y tantos otros conspiran contra la posibilidad de, por medio del juego ciego de la naturaleza, seleccionar y afinar separadamente cada órgano, tracto, mecanismo, y para nosotros, la posibilidad de explicar la forma y la función de cada uno por separado por medio de claras crónicas de adaptación progresiva.
Y además, no hay que omitir el retorno masivo de las leyes de la forma, es decir, de los factores de optimización global, comunes a especies muy diversas, y determinados más por la física que por la biología.
Basta con mencionar dos. La densidad de las conexiones nerviosas y la distribución de los ganglios nerviosos es óptima tanto en la humilde lombriz de tierra (el nematodo) como en el mono (y en nosotros), entre decenas de millones de posibles variantes pacientemente examinadas por Christopher Cherniak, de la Universidad de Maryland. Mejor aún que la conectividad pacientemente conseguida en el microchip más acabado que se pueda lograr industrialmente.
Cherniak destaca que se debe a procesos innatos de optimización, pero no determinados, en cuanto tales, por los genes. La segunda optimización natural extraordinaria es la de los casi cien mil kilómetros de venas, arterias y capilares que contiene cada uno de nuestros cuerpos. West, Brown y Enquist (en el Santa Fe Institute) han demostrado matemáticamente que la organización de todos estos vasos de transporte, tanto en el mamífero más pequeño como en la ballena, sigue la ley particular de los llamados fractales perfectos.
Dicho de manera más sencilla, la red minimiza el costo del transporte y optimiza los cambios. Estas soluciones óptimas del mundo biológico no han sido seleccionadas darwinianamente a partir de intentos fracasados. No hubo decenas de generaciones de monos cuyo cerebro ha intentado todas las soluciones posibles.
La selección ha debido pasar también las encrucijadas binarias impuestas por la física y los principios generales de optimización. Como le gusta decir a Antonio Coutinho, inmunólogo del Instituto Pasteur, las piedras caen a tierra por la fuerza de gravedad, no porque la selección natural haya eliminado todo lo que tendía a ascender. El título del libro de Fodor y mío, por ahora provisorio, podrúa muy bien ser Evolución sin adaptación.