«Pensaba que al llevar a la nena a la escuela me podía cruzar con el asesino del hombre que amaba»
A 10 años del crimen del fotógrafo de Noticias, Cristina vive en España con Candela, la hija que ambos tuvieron hace 10 años. Cómo sobrevivir sin odio ni olvido.

Con Candela, de 10 años, cuando asesinaron a su papá tenía cinco meses
Tenía 28 años recién cumplidos y una beba de cinco meses cuando el hombre que amaba, con el que empezaba a construir una familia, se convirtió en mártir.
A partir del 25 de enero de 1997 tuvo que acostumbrarse a que la foto carnet de José Luis Cabezas, que hasta ese momento había estado en una credencial, se hiciera pancarta, dejara la intimidad para ser un ícono nacional, casi una estampita venerada por todos. Ese día, la vida de Cristina Robledo quedó partida en dos.
Diez años después, esos dos pedazos de historia se pueden resumir así: de un lado, los cuatro años de amor que compartió con José Luis. Del otro, los diez años que lleva siendo su viuda. «Cuatro años a solas con él y diez, a solas con mi hija», corrige ella ahora desde España, hacia donde emigró junto con Candela (10) hace siete años.
Como todos los que lo amaron, Cristina lloró su muerte absurda, sintió bronca, tuvo miedo, (y más recientemente maldijo cada una de las cinco liberaciones de los sentenciados por el crimen de Cabezas), pero descubrió en el fondo de su dolor que no podía rendirse. Que había que darle un volantazo al destino. Empezar de nuevo con lo que le quedaba. Entonces Candela tenía tres años y una inusual iniciación al mundo adulto. Cuando le preguntaban por su nombre respondía «Candela Cabezas Presente», reconocía en las revistas las fotos de Yabrán y de Prellezo y, con la inocencia de la nena que narra un cuento de terror, contaba que «a mi papá lo mataron, le pegaron un tiro y lo quemaron».
Hasta entonces, Cristina había intentado reacomodar su vida en Pinamar, donde vivía buena parte de su familia. «Fueron años muy difíciles. Mucho peor que aquel fatídico 25 de enero y que el 28, el día que lo enterramos. Mi tragedia vino después. Con el correr de los meses me empecé a dar cuenta de lo que me estaba pasando. Y Candela, tan chiquita, estaba ahí. Ella tuvo que ver mis llantos más grandes, mis locuras más tremendas. Ahora le pido que me disculpe por todo aquello que le hice vivir, mientras sentía la impotencia de verla crecer y sentirme ausente, como el día en que comió su primera comidita y yo estaba en el Juzgado de Dolores».
Atreverse. Candela creció hablándole al retrato de su papá, juntando piedritas en la playa para dejar junto a la cruz que lo recuerda en la cava donde lo asesinaron y apagó las primeras velitas de sus cumpleaños acompañada por sus hermanos Agustina y Juan, hijos del primer matrimonio de Cabezas (que hoy tienen 16 y 15 años).
Lo que más dice lamentar Cristina es que su hija crezca lejos de ellos y de sus abuelos. Pero pesó más la necesidad de otro aire. De recomenzar y hacer crecer un vínculo que la muerte les había desgastado cuando recién nacía. Y como en la teleserie «Vientos de agua», empezó a escribirse un exilio buscado y a la vez temido, esperanzado y doloroso, en el que España pasó a ser para Candela -sin que ella lo supiera todavía- esa tierra prometida que su abuelo José había encontrado en la Argentina del siglo pasado y que ahora le arranca una sonrisa a su dolor mudo cuando cuenta que su nieta «es más española que yo» (ver recuadro). Por teléfono él le dice: «dale» y Candela asiente con un «vale». Una paradoja del destino que los Cabezas no imaginaron al criar a sus dos hijos -José Luis y Gladys- en una modesta y feliz casa de Wilde.
«Muchos cuestionaron que me haya ido. Y yo misma me sigo preguntando si no fue una decisión equivocada», dice Cristina. «Pero en ese momento sentí que era lo mejor que podía hacer. Me aterraba pensar en la presión que sufriría Candela por ser quien es cuando empezara a ir a la escuela, aunque tal vez no era más que una fantasía mía. Yo quería preservarla psicológicamente, conseguir que creciera como una nena más».
Cristina eligió otro camino que el de la víctima consentida. Entendió que pasear su dolor por todos los canales de televisión no era la única manera de sobrevivir. A los 30 años y con una hija a cargo, no se puede cristalizar la depresión ni se merece una viudez eterna. Pero aunque ella lo sabe, en su largo duelo se adivina cierta culpa por rehacer su vida. Con cada palabra parece pedir perdón por haberse animado a intentar ser, otra vez, feliz.
Cristina Robledo nació en Lobería, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Vivió también en Necochea y finalmente se mudó a Pinamar con su mamá Isabel, quien ahora también vive en España.
Cristina era la recepcionista de «La posada del rey», rubia y flaquita, que flechó de entrada a José Luis, alojado en ese hotel cuando cubría la temporada del verano ´93 para NOTICIAS. Pronto se mudó con él a Buenos Aires. Y fue un amor vertiginoso. Tanto que José Luis no llegó a sacarle una sola foto a la hija que tuvieron.
El exilio. La gran decisión llegó en el 2000. Cristina sacó un pasaje de avión y se fue a Barcelona con su nena de tres años. Sin tener nada: ni trabajo, ni casa. Los amigos de unos amigos de Buenos Aires le reservaron un cuarto de hotel para pasar la primera noche. «Me acuerdo de que dormimos abrazadas todo el día. Debe haber sido una mezcla de cosas: el cambio de horario, el cansancio, la emoción, los nervios. Yo sabía que se había acabado eso de levantar el teléfono para pedir ayuda por cualquier cosa.» Eran, por primera vez en mucho tiempo, Candela Cabezas y Cristina Robledo a secas. Anónimas. «Nadie sabía nada de nosotras. La gente no nos miraba por la calle y esa era una sensación rara después de tres años de tanta exposición pública», cuenta Cristina, que ahora disfruta de esa pequeña conquista para ella y su hija.
Conseguir un «piso» para alquilar -como se llama en España a los departamentos- no fue sencillo. La reputación de los sudamericanos no es la mejor y los dueños prefieren evitarse el mal trago de aceptar a dos o tres inquilinos y que terminen conviviendo ocho compatriotas amontonados por la falta de presupuesto.
«Al principio no me querían alquilar por ser argentina, pero finalmente di con buenas personas».
A los cuatro años, Candela se empezó a interesar por el papá de carne y hueso, por encontrar algún rastro del hombre que tapaba la imagen mítica, casi celestial del portarretrato. Preguntaba mucho. «¿Esa música es la que escuchaba papá?», «¿Mi papá me llevaba a pasear?» Y no se cansaba de ver un video del último verano, en el que estaban todos.
Solas. En España se fue tejiendo de a poco una red de amigos y conocidos, con quienes Candela se quedaba cuando Cristina iba a trabajar. Muchas horas por día.
Fue operadora, cuidó a una viejita, empleada en hotelería y gastronomía. Para eso tuvo que estudiar el idioma porque en los restaurantes se exige que la carta esté en catalán y los dependientes tienen que usarlo, al menos, para saludar a los clientes.
«Me las arreglaba -se ríe, Cristina- pero no lo hablo como Candela, que lo aprendió como lengua principal en la escuela. El castellano es una materia auxiliar».
La última gran decisión llegó hace apenas seis meses, cuando se mudaron de Barcelona a un pequeño balneario de las Islas Canarias, con clima gentil todo el año y la calma que estaban extrañando.
Noticias: ¿Qué vínculo tuviste con la Argentina en estos años?
Cristina: Al principio estuve un montón de tiempo desconectada. Por unos cuantos meses hice una especie de borrón. Hasta que de a poco fui incorporando información. Escuchando la radio, leyendo los diarios argentinos por internet.
Noticias: ¿Qué es hoy para Candela la Argentina?
Cristina: Ella tiene tres años de argentina y siete de española. Es mucho tiempo para su edad. Y aunque tiene la doble ciudadanía, su pequeña vida está armada acá. Creo que para ella la Argentina es la familia y las personas que queremos y están allá.
Noticias: ¿Pensaste en algún momento en volver?
Cristina: Antes de venirnos a Canarias le pregunté a Candela qué opinaba de volver a la Argentina. Y me contestó que podemos ir, pasear, visitar a la familia y los amigos, pero volver acá. Argentina, para Candela, son sus afectos. Pero tampoco tiene un sentimiento negativo hacia el país.
Noticias: ¿Cómo hacer que crezca sin rencor?
Cristina:No es fácil, porque lo que uno siente es lo que transmite. No se educa sólo con las palabras y lo que ella escuchó de mí fue mucha bronca.
Noticias: ¿Cómo le explicás que los condenados por el crimen de su padre estén saliendo en libertad?
Cristina: La verdad es que no tengo cómo explicárselo. Apenas puedo decirle que los jueces a veces no hacen bien las cosas. Pero no quiero llenarle la cabeza con la idea de que «no hay justicia». Ella me escucha cuando hablo con los abuelos, cómo lo padecemos, pero si me fui de allá fue justamente para que no viva en el resentimiento.
Viejos hábitos. Por la diferencia horaria, Cristina no necesita madrugar tanto para escuchar por radio, vía internet, a Magdalena Ruiz Guiñazú. Las noticias de su país la atraen y la repelen como los dos polos de un imán inevitable. En sus sentimientos está siempre latente la contradicción: se emociona cuando ve una bandera argentina y a la vez la enoja no haber podido quedarse en la ciudad donde tiene su casa «porque pensaba que al llevar a la nena a la escuela me podía cruzar con el asesino de la persona que amaba, del padre de mi hija».
Emigrada y curtida por estos años, la tragedia le dejó una cáscara que no consiguió, sin embargo, hacerla insensible frente al dolor. Repite el deseo de «vivir sin odio» como un mantra contra la impotencia de sentir que «la Justicia no existe en la Argentina». Que ya no es el país de su hija, pero es su país.
Así que reconforta esa nostalgia con sabores lejanos: unos mates (ahora que en España se consigue yerba de todas las marcas), galletitas «Sonrisa» o algún vino argentino. Se divierte empalagando a sus amigos españoles con dulce de leche o viéndoles la cara que ponen cuando les ceba «un amargo».
«Antes del corralito argentino, en la playa te miraban raro cuando tomabas mate», dice. «Te veían con los yuyitos y se creían que era alguna droga.» Pero después del 2001 España está inundada de argentinos y uruguayos con termos bajo el brazo.
A Candela no le gusta ver a su mamá nostálgica. Cuando la encuentra leyendo Clarín en la computadora le pregunta para qué. Y hasta se enoja un poco cuando la ve revolviendo papeles y fotos viejas. «Cada tanto, cuando yo las estoy ordenando, ella mira algunas fotos de allá, pero está en una edad en la que quiere separarse del sufrimiento. Es todo presente y futuro. Está en el ya, en el ahora», la define su mamá. También dice que heredó del padre el carácter y no sabe si también el temple «vueltero» para sacar fotos. «Habría que preguntarle a los fotógrafos que lo conocieron». A Candela le encanta sacar fotos pero te vuelve loca para sacar una: ponete así, no, mejor así, ya va, ya va», la imita. Cristina también aprendió algo en aquellos años de convivencia con un apasionado por la fotografía. «A veces en el restaurante donde trabajo en Canarias, los clientes me piden que les saque una foto y yo me subo a una silla para hacerla desde arriba.» Se sorprende al descubrir que ese enfoque «picado» era el preferido por José Luis para sus fotos.
En su nueva vida Cristina encontró el equilibrio, la paz que buscaba, pudo desarrollar su proyecto personal y finalmente, después de tanto, recuperar el ritmo de pueblo chico junto al mar. A veces, las menos, vuelve a las dudas sobre haber dejado la Argentina: «Quise evitar de cualquier modo que Candela crezca en el odio.
Ya tendrá tiempo para rever todo y hacerse las preguntas que se tenga que hacer.
Yo trataré de respondérselas y, si no puedo, las buscaremos juntas». l
Norma y José Eterna espera
osé (74), el padre de Cabezas -de quien heredó el nombre, los ojos claros y todos los gestos- llegó desde Andalucía a los 18 años, con una ilusión de prosperidad económica. Conoció a Norma Marotti (73) en una verdulería de Sarandí y se casaron muy jóvenes. Él trabajó treinta años en la compañía cerealera Dreyfus, hasta que se jubiló y ella fue un ama de casa clásica, dedicada a sus dos hijos.
El asesinato del hijo convirtió a Norma en una mujer aguerrida que cambió las telenovelas por los informativos y el tejido por los actos en honor de José Luis.
Donde sean. José, en cambio, se replegó en su tristeza. Por años fue todos los sábados al cementerio de Avellaneda, donde están los restos de su hijo, pero ahora le cuesta movilizarse. Y en lugar de resultarle un consuelo, lo apena más todavía que la gente se le acerque en la calle para lamentar la liberación de los asesinos de su hijo. Así que casi no sale.
Norma suena suplicante cuando le pide a la Suprema Corte bonaerense que «confirme las sentencias de los procesados porque nos quedamos sin presos». Se encarga de llamar a diario a los jueces para pedírselo.
A José se lo ve más vencido. Mira la foto de su hijo varón, sobre el modular convertido en altarcito, y baja la vista: «A él ya no me lo devuelve nadie».
Repasan fotos, revuelven el pasado y se iluminan hablando de los seis nietos: tres hijos de Gladys y tres de José Luis. Los adolescentes miman a los abuelos y Candela, por teléfono, le refresca a José la memoria sonando con su mejor español. En su pequeño pueblo natal, Estepa, una calle lleva el nombre José Luis Cabezas.